Capítulo XII
La Hora de la Tierra Prometida
Todas las noches, con una puntualidad religiosa, salía de casa para admirar la Luna, se sentaba en lo alto de una roca al pie de la montaña, abrazaba sus rodillas mientras seguía el lento transitar del inmaculado astro. Desde que habían llegado le maravilló el esplendor inusitado que tenía la Luna en aquella tierra, mayor fue su sorpresa al escuchar, de labios de su esposo, que allí todos los días son de Luna llena, que jamás mengua. Al comienzo le pareció fantástico, no solo todo era bondad, hermandad y júbilo bajo el régimen del Sol, sino que además la gloria continuaba por las noches bajo el sonriente semblante de la Luna.
Durante meses todo pareció transcurrir bajo la divina gracia del Señor. Su esposo labró la áspera tierra en la cual, conforme al pacto divino, brotaría en abundancia todo aquello necesario para la vida, sin embargo, la primavera aun estaba lejos, pero alimento no les faltó, el pueblo entero les proveyó el pan diario, el vino y el agua; los vistió, los cuido y los asimiló. Esa gente era generosa a cabalidad, entre ellos no existía el rumor viperino, ya menos el odio o la angustia; eventualmente, cuando surgía un mínimo inconveniente, pues los problemas tampoco abundaban, se ayudaban mutuamente sin esperar nada a cambio, perdieron la esperanza apenas hubieron pisado el valle, todo cuanto desearon se hallaba en él, si bien no a flor de tierra, solo fue necesario trabajar con ahínco para desentrañar la bondad de la tierra y esparcirla sobre los hombres.
Un diminuto gusano comenzó a carcomerle el espíritu hasta que, llena de angustia, una noche antes de salir de casa, se atrevió a preguntarle a su amante esposo por qué la Luna jamás menguaba allí. Es un designio del Señor, así nos demuestra su Amor. ¿Amor, bajo una Luna siempre vigilante, ante la que nada puede ocultarse, de que Amor se trataba? La cuestión le impidió dormir en paz durante días, cansada por el insomnio decidió acudir con el anciano del pueblo para resolver tal preocupación. Tras dejarle el almuerzo a su esposo en medio árido sembradío, se encaminó a su destino.
Dudar nunca es lo mejor, dijo con voz ronca el anciano, sobre todo si las cosas andan tan bien, la duda no es más que el resquicio por el cual se inmiscuye la desconfianza, la apatía y el miedo. Con todo, creer a ciegas también engendra monstruos; además tu duda resulta del todo inocente, así que no tengo ningún inconveniente en explicarte lo que me pides. No creo que lo hayas notado, pues llevas poco entre nosotros, pero aquí tampoco el Sol se eclipsa, y ninguna traviesa nube se atreve a opacarlo nunca. Sobre esta tierra obsequiada, la Luna brilla siempre en todo su esplendor como signo inequívoco de que estamos invariablemente bajo la gracia del Señor, somos hijos dignísimos de Él, constituimos el paraíso reformado, lo logramos aun a cuestas de la libertad que tanto pesa sobre nuestros hombros. ¡La gloria de nuestro Señor es nuestra también! Somos camino y culminación de la Palabra; y así como nuestra virtud y gloria jamás menguan, así tampoco lo hace la Luna en esta incomparable tierra.
El anciano la miró detenidamente por unos instantes, el rostro de duda que ella había mantenido hasta entonces se transfiguró suavemente en una ligera mueca de tristeza. No dejes que la melancolía del conocimiento se adentre en ti, espetó el anciano mientras tomaba su mano, mejor ruega que pronto tu vientre albergue una nueva vida y la alegría florezca en tu seno, que tú y tu esposo se colmen de dicha y felicidad. Anda, ve con él, que paciente aguarda tu regreso.
Esa misma noche, ambos caminaron hacia la roca al pie de la montaña, él tomó cariñosamente su mano, a sabiendas que algo le preocupaba, quiso mostrarle de esa manera que contaba con él eterna e incondicionalmente. Ella recordaba a cada paso que todo cuanto había comido desde su llegada tenía un curioso sabor a arena mojada. Treparon la roca como acostumbraban, ella se postro para admirar la Luna, y él, que siempre se quedaba un poco más atrás mirando el horizonte, esta vez se sentó junto a ella, la abrazó y acurrucó la cabeza en su cuello, el silencio los envolvió. La tormentosa duda se había disipado de su alma, dejando en su lugar solamente la álgida verdad que noche a noche se paseaba sobre el valle: así como ninguna cosa aquí mengua jamás, así tampoco nada crece.