jueves, julio 26

Capítulo XII

La Hora de la Tierra Prometida


   Todas las noches, con una puntualidad religiosa, salía de casa para admirar la Luna, se sentaba en lo alto de una roca al pie de la montaña, abrazaba sus rodillas mientras seguía el lento transitar del inmaculado astro. Desde que habían llegado le maravilló el esplendor inusitado que tenía la Luna en aquella tierra, mayor fue su sorpresa al escuchar, de labios de su esposo, que allí todos los días son de Luna llena, que jamás mengua. Al comienzo le pareció fantástico, no solo todo era bondad, hermandad y júbilo bajo el régimen del Sol, sino que además la gloria continuaba por las noches bajo el sonriente semblante de la Luna.

   Durante meses todo pareció transcurrir bajo la divina gracia del Señor. Su esposo labró la áspera tierra en la cual, conforme al pacto divino, brotaría en abundancia todo aquello necesario para la vida, sin embargo, la primavera aun estaba lejos, pero alimento no les faltó, el pueblo entero les proveyó el pan diario, el vino y el agua; los vistió, los cuido y los asimiló. Esa gente era generosa a cabalidad, entre ellos no existía el rumor viperino, ya menos el odio o la angustia; eventualmente, cuando surgía un mínimo inconveniente, pues los problemas tampoco abundaban, se ayudaban mutuamente sin esperar nada a cambio, perdieron la esperanza apenas hubieron pisado el valle, todo cuanto desearon se hallaba en él, si bien no a flor de tierra, solo fue necesario trabajar con ahínco para desentrañar la bondad de la tierra y esparcirla sobre los hombres.

   Un diminuto gusano comenzó a carcomerle el espíritu hasta que, llena de angustia, una noche antes de salir de casa, se atrevió a preguntarle a su amante esposo por qué la Luna jamás menguaba allí. Es un designio del Señor, así nos demuestra su Amor. ¿Amor, bajo una Luna siempre vigilante, ante la que nada puede ocultarse, de que Amor se trataba? La cuestión le impidió dormir en paz durante días, cansada por el insomnio decidió acudir con el anciano del pueblo para resolver tal preocupación. Tras dejarle el almuerzo a su esposo en medio árido sembradío, se encaminó a su destino.

   Dudar nunca es lo mejor, dijo con voz ronca el anciano, sobre todo si las cosas andan tan bien, la duda no es más que el resquicio por el cual se inmiscuye la desconfianza, la apatía y el miedo. Con todo, creer a ciegas también engendra monstruos; además tu duda resulta del todo inocente, así que no tengo ningún inconveniente en explicarte lo que me pides. No creo que lo hayas notado, pues llevas poco entre nosotros, pero aquí tampoco el Sol se eclipsa, y ninguna traviesa nube se atreve a opacarlo nunca. Sobre esta tierra obsequiada, la Luna brilla siempre en todo su esplendor como signo inequívoco de que estamos invariablemente bajo la gracia del Señor, somos hijos dignísimos de Él, constituimos el paraíso reformado, lo logramos aun a cuestas de la libertad que tanto pesa sobre nuestros hombros. ¡La gloria de nuestro Señor es nuestra también! Somos camino y culminación de la Palabra; y así como nuestra virtud y gloria jamás menguan, así tampoco lo hace la Luna en esta incomparable tierra.

   El anciano la miró detenidamente por unos instantes, el rostro de duda que ella había mantenido hasta entonces se transfiguró suavemente en una ligera mueca de tristeza. No dejes que la melancolía del conocimiento se adentre en ti, espetó el anciano mientras tomaba su mano, mejor ruega que pronto tu vientre albergue una nueva vida y la alegría florezca en tu seno, que tú y tu esposo se colmen de dicha y felicidad. Anda, ve con él, que paciente aguarda tu regreso.

   Esa misma noche, ambos caminaron hacia la roca al pie de la montaña, él tomó cariñosamente su mano, a sabiendas que algo le preocupaba, quiso mostrarle de esa manera que contaba con él eterna e incondicionalmente. Ella recordaba a cada paso que todo cuanto había comido desde su llegada tenía un curioso sabor a arena mojada. Treparon la roca como acostumbraban, ella se postro para admirar la Luna, y él, que siempre se quedaba un poco más atrás mirando el horizonte, esta vez se sentó junto a ella, la abrazó y acurrucó la cabeza en su cuello, el silencio los envolvió. La tormentosa duda se había disipado de su alma, dejando en su lugar solamente la álgida verdad que noche a noche se paseaba sobre el valle: así como ninguna cosa aquí mengua jamás, así tampoco nada crece.

jueves, julio 19

Capítulo X

La Hora de la Difunta


   No quiero extenderme demasiado en algo que ya por sí mismo es tan extenso, menos aun cuando es mucho lo que ignoro al respecto. Sé que eran tres hermanas y un infame querubín, inefable muestra de longeva fertilidad femenina. Por el momento solo nos interesan dos de estas tres hermanitas, Imelda y Berta, esta última ligeramente mayor que la otra, pues apenas si nacieron con un año de distancia. Con todo, los nombres son lo que menos importa, lo relevante es que eran muy unidas, aunque esto también dice poco.

   La enfermedad pasó largos años latiendo suavemente bajo la morena piel de Imelda, mas fue justo a sus dieciséis años que se mostró en total plenitud el mal que, según algunos fatalistas, ella traía impreso en el código genético desde su alumbramiento. Toda la familia se vio envuelta en un torbellino de especialistas que unas veces diagnosticaban esto y otras estotro, pero nada detenía las convulsiones, ni los súbitos cambios de humor, ni la creciente falta de memoria que Imelda padecía.

   Berta, mujer práctica desde la niñez, jamás se detuvo a meditar por completo lo que acaecía, la familia clamaba auxilio, y por brindar su ayuda se desvivió. Guisaba, lavaba, aseaba la casa, resolvía las tareas de su hermana, y sobre todo cuidaba al querube que sus padres habían descuidado en el frenético afán de encontrar remedio al tormento de Imelda.

   Bien temprano, Berta despertaba al mocito con gentiles llamados, lo enfundaba en su uniforme medio arrugado (pues nunca fue amiga de la plancha), llenaba su lonchera con frutas y caramelos, y lo dejaba en el Kinder, no sin antes abrazarlo y susurrarle al oído cuanto le quería; más tarde lo recogía, e invariablemente le preguntaba qué había aprendido en sus clases. Acostumbraban comer entre soldaditos de plástico y mercancías, pues por las tardes atendían juntos el negocio familiar. Por la noche regresaban a casa, ella preparaba la comida del siguiente día mientras él soñaba despierto frente al televisor. Al final del día, ya empijamado y en cama, lo abrazaba hasta que el pequeño abandonaba este insoportable mundo de la vigilia humana. Así sucedió por muchos meses.

   Berta consideraba su sacrificio como una humilde ofrenda para aquel Dios al que tanto oraban su madre y su hermano. Un tributo para nada desinteresado, ya que anhelaba a cambio el regreso de Imelda. Es tan fácil y tan poco lo que pido, se decía a sí misma, que Dios no dudará ni un momento en otorgarme su gracia y traer a mi hermana de vuelta, sana como en antaño. Aunque a veces, cuando flaqueaba su creencia en Dios, y en tremenda herejía, suponía que sería el Destino justísimo quien cumpliría su petición, pagándole con cambio exacto cada uno de sus caritativos actos.

   Es comprensible que, cuando por fin averiguaron el meollo del problema de Imelda, Berta se sintiera en parte aliviada, en parte sobregirada en su cuenta de actos caritativos. La enfermedad anidaba entre las sienes de su hermana, por fortuna, o por destino, había solo una cura experimental que por desgracia no auguraba una mejora total; quizás fue que en aquellos días la caridad estaba devaluada para Dios. La familia decidió arriesgarse, más valía la esperanza de una recuperación improbable que un desahucio cabal.

   ¡Sobrevivió, sobrevivió! ¡Júbilo! ¡Vanagloria! ¡Imelda volvió a casa! Sí, volvió, repetía para sus adentros Berta, pero cómo volvió. Imelda no solo perdió kilos durante el tortuoso tratamiento, sino también un gran trozo de cerebro, y con éste se fue mucho más que 200 gr. de enfermedad, también se fue su capacidad de retener lo más mínimo en la memoria (no tenía amnesia, ya que recordaba con gran exactitud todo antes de sus dieciséis, pero ya nunca se estamparía ningún nuevo recuerdo en ella), perdió el interés por cualquier actividad más complicada que tejer con grandes agujas, lo peor fue que se esfumó su voluntad, y con ella su posible libertad. Regresó al hogar siendo poco más que un computador, poco menos que el querubín que ahora cursaba la primaria. No todo fue pérdida, además de una insuperable simpleza e inocencia de espíritu, ganó también una incontrolable inclinación por las golosinas, las frituras y las gaseosas.

   Hace muy poco conocí a Imelda, más bien, a quien la moderna ciencia médica construyó bajo el antaño mote de Imelda. Sobre Berta sé aún menos, cuando le pregunté el por qué su hermana siempre me saludaba cual si fuese la primera vez que me veía, apenas si pronunció unas pocas palabras, teñidas de rabia y melancolía, para explicarme la embarazosa situación.

   Adivino, sin temor a equivocarme demasiado, que ahora, y desde hace tiempo, cuando Berta observa a Imelda no ve más que la deambulante lápida de su hermana fallecida hace treintaitantos años, un andrajoso armatoste que resulta una ofensiva burla para la memoria de Imelda, su hermana a la que aun extraña, la que un día entró al hospital y no volvió. Solo así logro explicarme el maltrato y abuso al que está sometida Imelda, Berta le trata cual a una sirvienta, más aun, como a una esclava... aunque aquella, su ama y hermana mayor, es, a su vez, una esclava de la historia y la ironía.

 

jueves, julio 12

Capítulo VIII

La Hora de la Ex-Novia

   Ayer soñé contigo (sí, contigo, la del título), durante el día, lleno de prisas y tareas, casi lo olvidé por completo, pero a estas horas, mientras evadía el abrazo de Morfeo, recordé todo por completo (tanto como un sueño tiene de completo), lo pensé solo una vez (he de admitirlo), y quizá mañana (si vuelvo a pensarlo brevemente, igual que hoy) te llame por teléfono.

   -Te llamo porque ayer soñé contigo, permíteme contarte el sueño y luego me dices cómo te ha ido en la sinuosa vida, hace mucho que no te llamo en domingo, ¿tú madre sigue yendo a misa a estas horas? Pues vamos a lo que nos atañe, según recuerdo tu estabas conmigo, digo, éramos novios de nuevo (¿por tercera e imaginaria vez?) Luego de aguardar un rato tu llegada, apareciste bajando presurosamente las escaleras, como de costumbre, nos abrazamos y preguntaste si los había conseguido, sí, claro que sí, dije sonriendo. Abordamos un pesero, que más parecía una guagua cubana, que corría el riesgo de desarmarse durante el camino. Nos sentamos al frente, en primera fila tal como te agrada, pasé mi brazo al rededor de tu cuello, y apoyaste tu cabeza en mi hombro (hasta pude oír a E. Guzmán entonando esta última frase). Te veía, mas no podía comprenderlo, ¿tú y yo, de nuevo juntos? No es que no lo quisiese, lo quería en verdad, besaba tu cabello enamorado de la idea de volver a compartir contigo lo poco que tengo; pero las dudas no cesaban de retumbar en mi sesera, ¿después de todo lo que había hecho y deshecho, osabas volver conmigo? ¡Pero que cobarde e inseguro soy para preguntarme esto! Había que alegrarse y no dejar pasar más dudas al respecto, sólo que ¿ahora sí viviríamos juntos para siempre? ¡Basta de mórbidos cuentos de hadas! ¡Que mueran las hadas! ¡Yo no creo en hadas! (ni pienso aplaudir por ellas).

   Al desembarcar del frágil navío cubano, me contabas que por la mañana habías venido a buscarme, y al no encontrarme por ninguna rendija de la ciudad V, optaste mejor por citarme donde siempre, motivo por el cual habías llegado tarde. ¡Me buscabas! ¡Me querías de veritas, de veritas! ¡Ah, cuanto cariño sentí fluir por ti! ¡Te quiero, te quiero, de veritas!

   Apresuramos el paso, apreté con vehemencia tu mano, íbamos a encontrarnos con unos amigos (amigos míos, no tuyos) que con frecuencia se desesperan pronto y se marchan apenas transcurridos cinco minutos de espera. Llegamos a tiempo, estaban por allá unos cuantos, no todos, Martín, Pancho, ¿dónde estaban los demás?, les habría preguntado, pero la emoción no me lo permitió. Apenas si nos sentamos junto a ellos sobre el agradable pasto, cuando saqué de mi mochila lo que te preocupaba no hubiera conseguido, tres enormes bolsas de dulces, mas precisamente caramelos, sabor mantequilla, menta y chocolate. ¡Tomen, tomen los que gusten, que los traje todos para ustedes! Algo en mí decía que era un día festivo, o de menos, dignísimo para festejar. Admiré tu rostro tornarse todo alegría, posé con veneración mis manos sobre tus mejillas... hace tanto que no te veo, y ahora te persigo en sueños.

   ¿Qué dirías tú a tanta impertinencia?

jueves, julio 5

Capítulo III

La Hora de Zermeño.

...así como apareció,
desapareció,
a veces lo sagrado
también es efímero...

   Que más bien fueron dos. Dos horas de cátedra cada semana durante veinte años consecutivos, una motocicleta y una digna barriga de profesor de filosofía, pero ¿qué valor tiene todo esto? - Miro por la ventana, escudriño las lejanas escaleras en busca de los pasos de una abogada, una en especial con la que quisiera estar.

   La dignidad humana, esa que tanto defendió Pico, no tiene un correlato empírico, no se encuentra en ningún lugar - ¿ni en la mirada del prójimo? - la verdad sea dicha, él no puede saberlo, solo tiene fe en ello. Lo razonó un millar de veces, lo retorció, lo aplanó, lo comprimió, pero nada, ni por poco logró encajonarlo en alguna de sus categorías, era tan simple el problema que no cuadraba con nada: cometió un abuso, dos décadas masturbando las mismas ideas, acabó por eyacular lo único posible: una viscosa y espesa desazón. - ¡Un descanso! ¡Un año sabático! (Aunque tristemente no le paguen el retiro).

   ¿No es así como nos deberíamos relacionar? Confiando unos en otros, valorándonos por igual entre todos. La Razón así lo dicta, y la Razón es bien esencial a nuestra especie. - ¿Te refieres a esa Razón que es incomparable instrumento metafísico para devanar las pasiones propias y ajenas? - Debes estar muy maleado para preguntarme esto. - Debo, nomás por el desinteresado Deber mismo.

   Una razón encarnada, mejor, una razón con pedorrera, que se rasca la colita cuando le pica, que se atraganta al comer y se chupa los dedos, que se peina el cabello con afán de engalanarse, que quiere todo sin esforzarse nada, y que sobre todo quiere joder, ¡claro!, después de evitar ser jodida. - ¿Y dónde quedó la Razón? - donde quedó mi abogada, ¡quién sabe!