jueves, julio 19

Capítulo X

La Hora de la Difunta


   No quiero extenderme demasiado en algo que ya por sí mismo es tan extenso, menos aun cuando es mucho lo que ignoro al respecto. Sé que eran tres hermanas y un infame querubín, inefable muestra de longeva fertilidad femenina. Por el momento solo nos interesan dos de estas tres hermanitas, Imelda y Berta, esta última ligeramente mayor que la otra, pues apenas si nacieron con un año de distancia. Con todo, los nombres son lo que menos importa, lo relevante es que eran muy unidas, aunque esto también dice poco.

   La enfermedad pasó largos años latiendo suavemente bajo la morena piel de Imelda, mas fue justo a sus dieciséis años que se mostró en total plenitud el mal que, según algunos fatalistas, ella traía impreso en el código genético desde su alumbramiento. Toda la familia se vio envuelta en un torbellino de especialistas que unas veces diagnosticaban esto y otras estotro, pero nada detenía las convulsiones, ni los súbitos cambios de humor, ni la creciente falta de memoria que Imelda padecía.

   Berta, mujer práctica desde la niñez, jamás se detuvo a meditar por completo lo que acaecía, la familia clamaba auxilio, y por brindar su ayuda se desvivió. Guisaba, lavaba, aseaba la casa, resolvía las tareas de su hermana, y sobre todo cuidaba al querube que sus padres habían descuidado en el frenético afán de encontrar remedio al tormento de Imelda.

   Bien temprano, Berta despertaba al mocito con gentiles llamados, lo enfundaba en su uniforme medio arrugado (pues nunca fue amiga de la plancha), llenaba su lonchera con frutas y caramelos, y lo dejaba en el Kinder, no sin antes abrazarlo y susurrarle al oído cuanto le quería; más tarde lo recogía, e invariablemente le preguntaba qué había aprendido en sus clases. Acostumbraban comer entre soldaditos de plástico y mercancías, pues por las tardes atendían juntos el negocio familiar. Por la noche regresaban a casa, ella preparaba la comida del siguiente día mientras él soñaba despierto frente al televisor. Al final del día, ya empijamado y en cama, lo abrazaba hasta que el pequeño abandonaba este insoportable mundo de la vigilia humana. Así sucedió por muchos meses.

   Berta consideraba su sacrificio como una humilde ofrenda para aquel Dios al que tanto oraban su madre y su hermano. Un tributo para nada desinteresado, ya que anhelaba a cambio el regreso de Imelda. Es tan fácil y tan poco lo que pido, se decía a sí misma, que Dios no dudará ni un momento en otorgarme su gracia y traer a mi hermana de vuelta, sana como en antaño. Aunque a veces, cuando flaqueaba su creencia en Dios, y en tremenda herejía, suponía que sería el Destino justísimo quien cumpliría su petición, pagándole con cambio exacto cada uno de sus caritativos actos.

   Es comprensible que, cuando por fin averiguaron el meollo del problema de Imelda, Berta se sintiera en parte aliviada, en parte sobregirada en su cuenta de actos caritativos. La enfermedad anidaba entre las sienes de su hermana, por fortuna, o por destino, había solo una cura experimental que por desgracia no auguraba una mejora total; quizás fue que en aquellos días la caridad estaba devaluada para Dios. La familia decidió arriesgarse, más valía la esperanza de una recuperación improbable que un desahucio cabal.

   ¡Sobrevivió, sobrevivió! ¡Júbilo! ¡Vanagloria! ¡Imelda volvió a casa! Sí, volvió, repetía para sus adentros Berta, pero cómo volvió. Imelda no solo perdió kilos durante el tortuoso tratamiento, sino también un gran trozo de cerebro, y con éste se fue mucho más que 200 gr. de enfermedad, también se fue su capacidad de retener lo más mínimo en la memoria (no tenía amnesia, ya que recordaba con gran exactitud todo antes de sus dieciséis, pero ya nunca se estamparía ningún nuevo recuerdo en ella), perdió el interés por cualquier actividad más complicada que tejer con grandes agujas, lo peor fue que se esfumó su voluntad, y con ella su posible libertad. Regresó al hogar siendo poco más que un computador, poco menos que el querubín que ahora cursaba la primaria. No todo fue pérdida, además de una insuperable simpleza e inocencia de espíritu, ganó también una incontrolable inclinación por las golosinas, las frituras y las gaseosas.

   Hace muy poco conocí a Imelda, más bien, a quien la moderna ciencia médica construyó bajo el antaño mote de Imelda. Sobre Berta sé aún menos, cuando le pregunté el por qué su hermana siempre me saludaba cual si fuese la primera vez que me veía, apenas si pronunció unas pocas palabras, teñidas de rabia y melancolía, para explicarme la embarazosa situación.

   Adivino, sin temor a equivocarme demasiado, que ahora, y desde hace tiempo, cuando Berta observa a Imelda no ve más que la deambulante lápida de su hermana fallecida hace treintaitantos años, un andrajoso armatoste que resulta una ofensiva burla para la memoria de Imelda, su hermana a la que aun extraña, la que un día entró al hospital y no volvió. Solo así logro explicarme el maltrato y abuso al que está sometida Imelda, Berta le trata cual a una sirvienta, más aun, como a una esclava... aunque aquella, su ama y hermana mayor, es, a su vez, una esclava de la historia y la ironía.

 

1 Comentarios:

Blogger Hec escribió:

interesnte blog en verdad, gracias por comentar!

saludos

viernes, julio 20, 2007 9:29:00 p.m.  

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