jueves, septiembre 20

Capítulo XXIV

La Hora Abstracta.


   Y ella, recargando su cabeza sobre mi hombro, suspiró. El paisaje la cautivó, según me dijo después, no podía creer tanta belleza, no supo explicar la soberbia magnificencia de la naturaleza. La verdad, le dije después, ya cuando todo era una nadería del pasado, es simplemente que has confundido la esencia de las cosas con la existencia de éstas. Imaginaste que la belleza estaba allá afuera, pero al buscarla en los bordes de las montañas, en la extensión de los valles, en el efímero paso de las nubes, no encontraste nada, te pareció entonces un misterio, un mostrarse incomprensible de la divinidad. La ficción te atrapó, en tu ceguera, supusiste afuera lo que llevas dentro: la belleza, la bondad, la mentira y cada uno de sus contrarios.

   ¡Pamplinas!, espetaste, es solo que tú desmiembras todo y no puedes apreciar este tipo de cosas, me reprochaste. Quizá sea cierto, aunque lo más seguro es que rindamos culto a distintos dioses.


   

jueves, septiembre 13

Capítulo XXII


La Hora de la Viñeta.


   Caminábamos por entre los múltiples pasillos de la exposición. Hacía rato que había liberado tu mano de la mía, pues me parece siempre mejor que cada quien tome su tiempo exacto para viajar entre los recovecos del dibujo, o la pintura, o la escultura, o la música, o el mundo en general. Debo reconocer que desde siempre he sido muy torpe para esto de los viajes, regresando a veces cuando era hora de partir, o marchándome en trote al momento de retornar al hogar; siempre equivocando direcciones y sentidos, que si es para arriba, me voy por la izquierda, que si es para atrás, me arrebata un espíritu progresista, que si es al sur, alzo el puño y grito ¡Imperialismo!

   Así que, mientras me enredaba tratando de apreciar aquellos emilianos rebujos, tú me habías adelantado por un largo trecho, escapaste de mi vista, mas, despreocupado, continué con parsimonia mi recorrido, en algún momento habrías de detenerte para esperarme, o habría de correr asustadizo hasta hallar consuelo en tus brazos. ¿Cuánta confianza tenía, no lo crees?

   Por fin, tras dar la vuelta en un pasillo, te vislumbré. Estabas detenida frente a una pequeña viñeta apenas mayor que una cajetilla de cigarros, que sin embargo te absorbía por entero, como si fuese el pequeño ojo ciego del abismo insondable, devoraba tu mirada, ensombrecía tu espíritu. Pero algo en tu interior se regocijaba de dolorosa manera, una mórbida sonrisa delineaba tus labios.

   ¿Habrá visto la quinta esencia del espíritu humano? Me preguntaba. ¿Habrá encontrado el nuevo estandarte del exacerbado feminismo? ¿del anti-feminismo? ¿Qué había guardado en aquellos poco centímetros cuadrados? ¿Qué color venido del espacio se encontraba allí plasmado? ¿Cuál verdad yacía moribunda entre las sucias tramas de lápiz? ¡Qué rayos era aquello que me estaba vedado admirar, que sólo tú comprendías!

   Apenas alcancé el final de la exposición, regresé volando hasta donde estabas. Seguías allí, impávida, asustada pero con ánimos recobrados, frente al diminuto dibujo, en misterioso éxtasis, en plena claridad. No pude contenerme más, te interrogué, te devolví hasta esta inmundicia.

   -¿Qué pasó?

   -Es que dice tanta verdad.

   Te diste la vuelta y no fuimos de allí. De seguro algún incidente sucedió, alguna estupidez dije al respecto, y en poco tiempo esto se perdió en la memoria, mas no lo olvidé. Apenas tuve oportunidad, compré aquella viñeta y la colgué en mi habitación, a sabiendas que jamás la volverías a ver. Ocasionalmente, por las mañanas, cuando siento que me haces falta, postrado frente al minúsculo dibujo (el cual no me atrevo, por obvias razones, a describir), le observo con detenimiento y me siento un completo imbécil por no descubrir lo que ahí fue evidente a tu mirada. Calmado, me retiro de la habitación, suspirando, recitando una y otra vez: creo que por eso mismo no seguimos juntos.


   

jueves, septiembre 6

Capítulo XIX

La Hora De Partir


[...] le observo singularidades
que me hacen temer
que está entrando en la chochera
de una vejez prematura [...]



   Sabía que pasaría, no en vano se recorre este camino, mas, por mucho que uno se figure la agonía, ésta siempre nos coge por sorpresa. Una mañana, después de haberme batido en sangre con fantasmas propios y ajenos, justo cuando comenzaba a clarear el alba del renovado día (porque todos los días son el mismo, aunque siempre intente confundirnos cambiándose de nombre), allí precisamente en las cimientes del ánimo restaurado, me levanté de la cama espetando oleadas de sangre. Mi garganta ya no aguantó más.

   Había de ser precisamente en mi garganta. Mis pulmones han demostrado un carácter estoico antes mis embates, jamás han flaqueado, ni a estas horas, ni en ninguna otra; mi lengua ( sacro santo órgano mío ), lastimada, mal tratada y hasta compartida, también se ha mostrado necia, persistente en sí misma, encariñada con la vida, se ha negado por completo a sucumbir ante mis vicios. Del resto de las partes no tengo queja, pero tampoco halago alguno. Sin embargo, debí sospecharlo desde hace años, mi garganta es débil, achacosa y torpe. ¡Oh, desgraciada garganta, que ahora y siempre sirves como puente! Puente frágil entre la sesera voladora y el anquilosado cuerpo, gozne de esta inarticulada existencia. Ahora serás el punto mismo desde el cual despegue hacia... ¿otra vida?

   Quizá mañana alunice, o tal vez llegue al séptimo círculo del infierno, ¿quién lo sabe? De seguro yo tampoco lo sabré, ¡qué interesa! En cuanto descienda en aquella imaginaria tierra que construyo ahora en vida, pero que mañana muerto alcanzaré, tras la bienvenida, ya de los querubines, ya de los marcianos, le preguntaré ansioso a mi anfitrión ¿de casualidad no tiene usted un cigarrillo? Pues de este mundo uno se marcha a la aventura: sin equipaje, sin vicios ni virtudes.