jueves, julio 5

Capítulo III

La Hora de Zermeño.

...así como apareció,
desapareció,
a veces lo sagrado
también es efímero...

   Que más bien fueron dos. Dos horas de cátedra cada semana durante veinte años consecutivos, una motocicleta y una digna barriga de profesor de filosofía, pero ¿qué valor tiene todo esto? - Miro por la ventana, escudriño las lejanas escaleras en busca de los pasos de una abogada, una en especial con la que quisiera estar.

   La dignidad humana, esa que tanto defendió Pico, no tiene un correlato empírico, no se encuentra en ningún lugar - ¿ni en la mirada del prójimo? - la verdad sea dicha, él no puede saberlo, solo tiene fe en ello. Lo razonó un millar de veces, lo retorció, lo aplanó, lo comprimió, pero nada, ni por poco logró encajonarlo en alguna de sus categorías, era tan simple el problema que no cuadraba con nada: cometió un abuso, dos décadas masturbando las mismas ideas, acabó por eyacular lo único posible: una viscosa y espesa desazón. - ¡Un descanso! ¡Un año sabático! (Aunque tristemente no le paguen el retiro).

   ¿No es así como nos deberíamos relacionar? Confiando unos en otros, valorándonos por igual entre todos. La Razón así lo dicta, y la Razón es bien esencial a nuestra especie. - ¿Te refieres a esa Razón que es incomparable instrumento metafísico para devanar las pasiones propias y ajenas? - Debes estar muy maleado para preguntarme esto. - Debo, nomás por el desinteresado Deber mismo.

   Una razón encarnada, mejor, una razón con pedorrera, que se rasca la colita cuando le pica, que se atraganta al comer y se chupa los dedos, que se peina el cabello con afán de engalanarse, que quiere todo sin esforzarse nada, y que sobre todo quiere joder, ¡claro!, después de evitar ser jodida. - ¿Y dónde quedó la Razón? - donde quedó mi abogada, ¡quién sabe!