jueves, septiembre 6

Capítulo XIX

La Hora De Partir


[...] le observo singularidades
que me hacen temer
que está entrando en la chochera
de una vejez prematura [...]



   Sabía que pasaría, no en vano se recorre este camino, mas, por mucho que uno se figure la agonía, ésta siempre nos coge por sorpresa. Una mañana, después de haberme batido en sangre con fantasmas propios y ajenos, justo cuando comenzaba a clarear el alba del renovado día (porque todos los días son el mismo, aunque siempre intente confundirnos cambiándose de nombre), allí precisamente en las cimientes del ánimo restaurado, me levanté de la cama espetando oleadas de sangre. Mi garganta ya no aguantó más.

   Había de ser precisamente en mi garganta. Mis pulmones han demostrado un carácter estoico antes mis embates, jamás han flaqueado, ni a estas horas, ni en ninguna otra; mi lengua ( sacro santo órgano mío ), lastimada, mal tratada y hasta compartida, también se ha mostrado necia, persistente en sí misma, encariñada con la vida, se ha negado por completo a sucumbir ante mis vicios. Del resto de las partes no tengo queja, pero tampoco halago alguno. Sin embargo, debí sospecharlo desde hace años, mi garganta es débil, achacosa y torpe. ¡Oh, desgraciada garganta, que ahora y siempre sirves como puente! Puente frágil entre la sesera voladora y el anquilosado cuerpo, gozne de esta inarticulada existencia. Ahora serás el punto mismo desde el cual despegue hacia... ¿otra vida?

   Quizá mañana alunice, o tal vez llegue al séptimo círculo del infierno, ¿quién lo sabe? De seguro yo tampoco lo sabré, ¡qué interesa! En cuanto descienda en aquella imaginaria tierra que construyo ahora en vida, pero que mañana muerto alcanzaré, tras la bienvenida, ya de los querubines, ya de los marcianos, le preguntaré ansioso a mi anfitrión ¿de casualidad no tiene usted un cigarrillo? Pues de este mundo uno se marcha a la aventura: sin equipaje, sin vicios ni virtudes.